lunes, 3 de agosto de 2009

ARGENTINA: OT PARA DESARROLLARNOS?


“EL ORDENAMIENTO TERRITORIAL COMO HERRAMIENTA PARA EL DESARROLLO SUSTENTABLE”



JUAN RODRIGO WALSH**



RESUMEN EJECUTIVO


Los recursos naturales y la protección del ambiente han cobrado una importancia cada vez mas gravitante en los procesos de desarrollo económico del planeta. Hoy las limitaciones ambientales para el desarrollo y el diseño de políticas para la gestión de los recursos naturales ocupan un sitio inimaginable en la agenda internacional hace apenas unos pocos años.

Uno de los recursos naturales estratégicos para la República Argentina y los restantes países de la región, en este escenario de constreñimientos ambientales, es el espacio físico, por definición finito y limitado. El Ordenamiento Ambiental del Territorio aparece como una herramienta central para el desarrollo sustentable, articulando las políticas de desarrollo económico, con los objetivos de conservación de la naturaleza y la gestión racional y equitativa de los recursos naturales estratégicos.

La Reforma constitucional de 1994 y la sanción de las leyes de presupuestos mínimos brindan un sólido sustento para la implementación de regimenes jurídicos para la planificación del uso del espacio físico, armonizando los intereses y derechos individuales con los objetivos colectivos de velar por el interés de las generaciones futuras y el manejo racional de recursos naturales estratégicos.

EL ORDENAMIENTO TERRITORIAL COMO HERRAMIENTA PARA EL DESARROLLO SUSTENTABLE


1. Introducción

La preocupación por el ambiente es un fenómeno global que acompaña un proceso paulatino de toma de conciencia respecto de la importancia estratégica que revisten los recursos naturales para el desarrollo económico, el bienestar e inclusive la supervivencia de la sociedad moderna. Este proceso tuvo diferentes orígenes culturales en la historia contemporánea. Uno de ellos, fue el despertar de la conciencia “ambiental” en las naciones industrializadas de occidente hacia fines de los años sesenta, producto de las evidencias palpables de las consecuencias negativas luego de un siglo y medio de industrialización. Otro de ellos se remonta a las concepciones estratégicas respecto de la preservación de los recursos naturales, en tanto elementos centrales para el crecimiento en algunas naciones del mundo en vías de desarrollo.

La aparición de los movimientos “ecologistas” o “ambientalistas” en los EE.UU. durante los años sesenta y su influencia en la sanción y puesta en marcha de marcos jurídicos pioneros tales como la National Environmental Policy Act (NEPA) o la Clean Air Act (CAA), son evidencia de esta corriente que vino además a impugnar otras cuestiones centrales a los paradigmas dominantes de las sociedades del mundo desarrollado de la postguerra, tales como la confianza ciega en el desarrollo económico y tecnológico como respuesta infalible a todos los problemas humanos.

En el caso de los países emergentes de América Latina, la aparición de esta conciencia ambiental, obedeció mas a las concepciones de naturaleza estratégica y geopolítica de los gobernantes de los años sesenta y setenta, fuertemente influenciadas por su perfil militar. En estos casos, la valorización del ambiente se encuentra estrechamente asociada a la toma de conciencia respecto de la importancia que revisten los recursos naturales como fuente y sostén para el desarrollo económico de la región en su conjunto. En Brasil, el interés por ocupar y explotar los recursos naturales de la Amazonía durante los años sesenta y setenta, con fuertes programas de expansión agropecuaria e infraestructura, no era mas que la continuidad de una larga tradición de involucramiento de las fuerzas armadas en la ocupación de un territorio vasto, escasamente poblado y percibido como de importancia estratégica.

En Argentina, las políticas adoptadas por el gobierno justicialista de 1973 a 1976, con la creación de una Secretaría de Ambiente, obedecía en parte a una concepción geopolítica de los recursos naturales como recursos estratégicos, en forma muy similar a la que adoptó Brasil en los mismos años, reflejando, no solo la formación castrense de Perón, sino una vocación de tutela por recursos naturales percibidos como de alto valor estratégico. El control y la soberanía sobre estos recursos era una cuestión de estado.

Algunos de los conflictos regionales protagonizados por Argentina y Brasil durante aquellos años, tuvieron precisamente su origen en la confluencia de la lógica geopolítica descripta, con la vocación por el desarrollo energético e industrial local y la reducción de la dependencia de energía importada. Las disputas que giraron entorno a los aprovechamientos hidroeléctricos en la cuenca del Paraná son ejemplos cabales de estos conflictos por los recursos naturales. De hecho, fueron precisamente estos conflictos por la gestión de recursos naturales compartidos los que motivaron una primera generación de acuerdos regionales con el fin de efectuar una gestión racional y equitativa entre los países de la región.

Durante los años ochenta, en América Latina la cuestión ambiental quedó un tanto relegada frente a las prioridades de la recuperación institucional y las transiciones desde los regímenes militares a la democracia por un lado, y las consecuencias de la crisis financiera de principios de la década del ochenta que afectó a toda la región. La llamada “década perdida” postergó y soslayó la preocupación por la preservación de los recursos naturales estratégicos, cuestión teñida además por su asociación con los regimenes militares de años anteriores.

En los años noventa, ya consolidada la democracia a través de la región, irrumpe en escena la concepción del “desarrollo sustentable”, producto de los esfuerzos de la Comisión sobre Ambiente y Desarrollo de la ONU, culminando con la realización de la Cumbre de Río en 1992. La firma de los primeros acuerdos multilaterales o globales de naturaleza ambiental, vuelve a reabrir el debate político, académico y jurídico respecto de la importancia de los recursos naturales y su importancia estratégica en un mundo que se torna cada vez mas interdependiente e integrado en términos comerciales bajo las premisas de la liberalización y desregulación económica.

En este sentido, el Convenio de Diversidad Biológica, o el Convenio Marco sobre Cambio Climático Global, suscriptos en Río reavivaron por ejemplo, los históricos debates entre los países de la cuenca del Amazonas, respecto del papel estratégico que debían tener las fuerzas armadas en la defensa de los recursos naturales y del ecosistema en su conjunto. El Convenio sobre Diversidad Biológica también despertó extensas polémicas sobre la titularidad de los conocimientos tradicionales y los frutos de la diversidad biológica, de cara a los regimenes internacionales de defensa de la propiedad intelectual.

Los años noventa también protagonizaron un proceso de apertura de las economías latinoamericanas al mercado global, con inversiones extranjeras en sectores clave sometidos a privatizaciones, como la provisión de servicios de electricidad, agua, gas o transporte, o en la extracción de recursos naturales como la minería o la energía. De la mano de esta apertura económica, muchos países latinoamericanos aggiornaron sus regimenes regulatorios de la extracción de recursos naturales con el fin de introducir requisitos ambientales. Este proceso fue en parte una respuesta a los crecientes reclamos de una ciudadanía cada vez más identificado con las “cuestiones ambientales”, y en parte una exigencia de brindar seguridad jurídica a una inversión extranjera que reclamaba pautas ambientales similares a las que regían en sus países de origen.

Los años más recientes han puesto en tela de juicio al modelo de apertura económica y liberalización hacia el comercio global, llevando a muchos países latinoamericanos a un proceso de revisión de sus políticas en materia de explotación de recursos naturales. Por otra parte, la conciencia ambiental global, cobra cada vez mayor fuerza, como puede ser evidenciado con la creciente importancia que revisten cuestiones tales como el cambio climático, la seguridad alimentaria y energética y el “stress hídrico” en la agenda política internacional. Las discusiones entorno al cambio climático y la sustentabilidad ambiental, protagonizados por encuentros como las del G8 en 2004, Davos en 2007, o las últimas cumbres de la Unión Europea, habrían sido absolutamente impensados en encuentros similares apenas unos años antes.

Aún cuando la reticencia de los EE.UU. de participar proactivamente en las discusiones internacionales en materia de cambio climático durante la administración Bush haya retrasado la implementación del Protocolo de Kyoto, el nivel de gravitación que han adquirido las cuestiones ambientales en la actualidad es central para las relaciones internacionales en su conjunto, como puede ser evidenciado con una simple lectura somera de las principales publicaciones de actualidad económica y política internacional, o algunas de las declaraciones del Presidente Obama, mandatario norteamericano electo hacia fines de 2008.

En este contexto y más allá de la crisis financiera y económica desatada en la segunda mitad de 2008, hoy existe una meridiana conciencia respecto de la trascendencia que revisten los recursos naturales estratégicos para el desarrollo, frente a un futuro con constreñimientos energéticos y alimentarios y límites físicos muy contundentes para el crecimiento económico. El espacio físico y el agua, son dos ejemplos de recursos cada vez más gravitantes en un mundo con población creciente y limitaciones físicas, de no introducir cambios sustantivos en los paradigmas de desarrollo. Sudamérica es unos de los continentes mejor dotados de estos recursos naturales de carácter estratégico, como es el agua, o la tierra cultivable. El diseño de políticas que planifiquen el uso de estos recursos es una prioridad para todos los países de la región, cobrando urgencia en la medida que los mismos se tornan más escasos y valiosos, en la medida que la población global mantiene las tasas de crecimiento evidenciadas durante los últimos años.



2. El ordenamiento territorial como herramienta para el desarrollo sustentable

Ante este escenario de creciente importancia de las cuestiones ambientales y toma de conciencia respecto del valor estratégico que revisten algunos recursos naturales cada vez mas escasos como la tierra y el agua, el ordenamiento territorial se transforma es una pieza clave para la integración de los objetivos ambientales en una política pública más general para el desarrollo sustentable.

En la mayoría de los países en los cuales se han desarrollado políticas ambientales exitosas, la planificación y ordenamiento del territorio aparece como una elemento central, junto a un esquema de incentivos que tienden a promover y premiar las decisiones económicas sustentables de la sociedad.

En la actualidad, esta concepción integradora de articular los objetivos del desarrollo socio-económico con la protección de los recursos naturales, la conservación del entorno y el paisaje y la tutela del patrimonio cultural, sobre la base del espacio físico y el territorio, ha dado origen a la consideración de las denominadas “cuencas vitales” o “basins de vie”, en los cuales el uso del territorio es definido en forma dinámica en relación al conjunto de actividades humanas que se desarrollan en él. El ordenamiento del territorio es el instrumento y la técnica que permite armonizar y articular cada uno de estos componentes, con sus respectivas tensiones y sinergias. El paisaje y el ámbito físico no es por lo tanto un concepto abstracto y vacío, sino un espacio de trabajo y actividad con el dinamismo propio de los sistemas complejos.6

Sin embargo en muchos países en vía de desarrollo el ordenamiento territorial se encuentra escasamente integrado al conjunto de políticas públicas orientadas a la promoción de la calidad ambiental y el desarrollo sustentable. En algunos casos ello es debido a la escasa atención importancia conceptual que existe respecto del ordenamiento del territorio como instrumento de la política ambiental. En otros casos, donde al menos en teoría existen marcos normativos e institucionales para el uso del suelo, su poco o nulo nivel de cumplimiento, los debilitan como herramientas o instrumentos para el desarrollo sustentable.

No obstante esta circunstancia, el reconocimiento de la importancia que reviste esta herramienta es creciente en casi toda América Latina. La República Argentina no es ajena a este proceso de toma de conciencia por parte de ciudadanos, decisores públicos y los propios actores y protagonistas del desarrollo económico. Una evidencia clara de este reconocimiento respecto de la importancia del ordenamiento territorial, es la cantidad de trabajos académicos, documentos de política pública, estudios realizados por organismos multilaterales y la creciente cantidad y sofisticación de legislación relacionado con el uso del suelo y los procedimientos para la planificación territorial, que incluyen además, visiones estratégicas de largo plazo e instancias de participación activa de los involucrados.

La toma de conciencia respecto de la importancia del ordenamiento territorial como instrumento para el desarrollo sustentable ha sido acompañado por un giro conceptual desde una visión estática del uso del suelo enfocado en forma casi exclusiva a las restricciones administrativas al derecho de propiedad, hacia una concepción mucho más dinámica del ordenamiento territorial, como una herramienta que procura lograr metas socio-económicas más amplias. Entre otros objetivos de esta visión amplia de la planificación territorial, se encuentran el desarrollo económico equilibrado, o la promoción de las economías regionales que, por circunstancias históricas o políticas diversas, han quedado al margen del crecimiento y desarrollo económico y de los imprescindibles procesos de inversión pública o privada en infraestructura y equipamiento.

CEPAL define al Ordenamiento Territorial como “… Un proceso de organización del territorio en sus aspectos económicos y sociales. Esta expresión incluye consenso entre los valores ambientales y culturales, las aspiraciones sociales y el alcance de niveles de productividad creciente en las actividades económicas…”


En forma similar, la Carta Europea de Ordenación del Territorio suscripta en 1993, lo define como “…La expresión espacial de las políticas económica, social, cultural y ecológica de cualquier sociedad. Disciplina científica, técnica administrativa y acción política, concebida como una práctica interdisciplinaria y global para lograr el desarrollo equilibrado de las regiones y la organización física del espacio…”.

La legislación más reciente en materia de ordenamiento territorial refleja en cierta forma esta evolución desde una visión acotada de la planificación en un sentido “negativo”, identificado únicamente con las restricciones al dominio, hacia una concepción más activa o “positiva” del ordenamiento del territorio, donde la legislación establece el marco general para asegurar la implementación de los objetivos que persiguen las políticas públicas en la materia, ya sea que estos sean llevados a cabo por el propio sector estatal, a través de la obra pública, ya sea por las decisiones de inversión que se adopten en el ámbito privado.

Además de esta evolución en cuanto a los objetivos del ordenamiento territorial, nos encontramos frente al surgimiento de procesos para la planificación, mucho más abiertos, participativos y democráticos que los tradicionales modelos de planificación “por y para expertos” utilizados en el pasado. Históricamente, los modelos de ordenamiento territorial y regulaciones para el uso del suelo han sido diseñados y aplicados por arquitectos, ingenieros y planificadores urbanos, en un contexto de especialistas, mediante un procedimiento tecnocrático con escasa participación de la ciudadanía, y un casi nulo control de legalidad por parte de la Justicia. Por el contrario las tendencias más recientes en materia de ordenamiento del territorio, colocan un énfasis mayor en los valores de la participación democrática y la transparencia en los procesos de planificación.

Esta tendencia general hacia un proceso de planificación más participativa y menos tecnocrático puede observarse también en un cambio en las actitudes de la justicia ante controversias ligadas al derecho urbanístico y a normas en materia de ordenamiento territorial. A lo largo del tiempo, los tribunales han pasado de una postura pasiva, enfocado hacia el estricto cumplimiento con las exigencias formales del derecho administrativo, hacia un protagonismo más activo en la revisión de las decisiones administrativas en materia de uso del suelo, incluyendo evaluaciones en cuanto a la razonabilidad de las mismas, en particular donde se ponen en tela de juicio los intereses de la ciudadanía o donde pueden ser afectados los derechos de incidencia colectiva, tales como el derecho a gozar de un ambiente sano.

La Constitución Argentina fue reformada en 1994 con el fin de incorporar (entre otras cuestiones) el derecho a gozar de un ambiente sano. Esta enmienda constitucional, establecida en el artículo 41 de la Carta Magna, fue el punto de partida para una nueva generación de legislación ambiental. Una de las normas de mayor importancia en este sentido es la Ley 25.675, Ley General del Ambiente, que exige, en forma específica y como presupuesto mínimo de protección, la puesta en vigencia de planes de ordenamiento ambiental en todo el territorio nacional. A raíz de este mandato legislativo, surgido como consecuencia de la reforma constitucional, el ordenamiento del territorio y la regulación con miras al desarrollo sustentable ha cobrado una nueva dimensión e importancia, provocando además un considerable debate transversal, tanto en lo político como en lo académico.

Los desafíos son considerables y requieren un replanteo de los instrumentos jurídicos tradicionales para el ordenamiento ambiental con el fin de plasmar en la realidad las exigencias impuestas por el artículo 41 de la Constitución Nacional. Uno de estos desafíos radica en ampliar el concepto del ordenamiento territorial y la planificación para el desarrollo, desde su ámbito tradicional, acotado a las cuestiones urbanas, a los efectos de contemplar cuestiones tales como la conservación y el uso sustentable de los recursos en áreas rurales y la protección de áreas y ecosistemas naturales. La regulación de las actividades en el entorno rural y la regulación de áreas protegidas con fines conservacionistas han sido abordadas históricamente como dos compartimientos estancos con escasa o nula articulación entre sí y con el campo del ordenamiento territorial, tradicionalmente asociado, como ya hemos destacado, a los espacios y ámbitos urbanos o suburbanos.


3. Evolución conceptual e ideológica del Ordenamiento Territorial.

La regulación en materia de uso del suelo y ordenamiento del territorio ha sido motivo de una considerable polémica ideológica a lo largo de los últimos años, desde un debate inicialmente circunscripto a las limitaciones del derecho de propiedad, hasta los debates corrientes, en los cuales el ordenamiento del territorio ocupa un lugar central en la formulación de políticas publicas para la gestión racional de recursos naturales estratégicos. El derecho a la propiedad privada fue consagrado por la Constitución de 1853 y definido por el Código Civil. Durante la mayor parte del siglo XIX el concepto de la propiedad privada constituía un reflejo del ideario liberal político económico vigente durante los primeros años de vigencia de la Constitución Nacional y el Código Civil. El ejercicio del derecho de propiedad era prácticamente absoluto e ilimitado, con la excepción de aquellas restricciones que podrían constituir los mismos particulares entre sí, ya sea mediante contrato o mediante alguno de los derechos reales reconocidos en el propio Código Civil. Esta concepción decimonónica de la propiedad privada como un derecho absoluto, excluía en término prácticos muchos de los intentos por parte del Estado de regular dicho ejercicio con miras a un interés colectivo, aún cuando el Código Civil pudiera contemplar la constitución de servidumbres administrativas en aras del interés público.



Durante el siglo XX, con la evolución de la vida industrial y luego de la aparición de una economía dominada por las actividades de servicio cada vez más compleja, interdependiente y tecnificada, esta clara definición de la propiedad privada como un derecho absoluto y sin limitación a su ejercicio en función de intereses colectivos, comienza a perder su convicción. Las relaciones entre diferentes derechos y la necesidad de armonizar el ejercicio de los derechos de la propiedad con el de ejercer libremente el comercio, o con el derecho al trabajo, conducen a un paulatino replanteo de las concepciones absolutas que inspiraron al constituyente de 1853 y al codificador Velez Sarsfield.

La base inicial para fundamentar estas restricciones al derecho de propiedad privada surge a partir del concepto del poder de policía, entendido como la prerrogativa del Estado de ejercer una regulación razonable sobre el derecho de la propiedad y respecto de otros derechos individuales, en aras del interés común. Conforme esta definición del Poder de Policía, la existencia de un derecho en cabeza de un particular, implica el ejercicio razonable del mismo en armonía con la existencia de otros derechos, así como la conciliación de este, con los demás derechos y obligaciones de terceros.



Varios factores contribuyeron a suavizar y atemperar el concepto absoluto del derecho de propiedad vigente entre legisladores y jueces durante la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX. El imperativo de hallar un término medio entre la concepción individualista del derecho de propiedad y un creciente cuerpo de normas ligados a los derechos sociales y económicos, forzó la búsqueda de un equilibrio entre el ámbito privado y el interés público.

La aparición en el seno de la Iglesia Católica de la Doctrina Social brindó un fuerte sustento intelectual y jurídico para una regulación de la propiedad privada con fines públicos.16 Como consecuencia de esta nueva corriente de pensamiento el Código Civil fue modificado en 1968 con la sanción de la Ley 17.711 y la incorporación de varias figuras respecto al uso racional de la propiedad, la protección de los derechos de propiedad frente al exceso de la normal tolerancia entre vecinos, y, quizás aún más importante, la figura del abuso del derecho. Esta importante reforma del Código Civil, más allá de su inspiración ideológica, sirvió como sustento jurídico intelectual para concepciones mucho más activas en materia de regulación estatal de los derechos individuales en aras del interés colectivo.

Mientras el derecho civil comenzaba a reflejar esta búsqueda de equilibrio entre los derechos individuales y los intereses colectivos, el derecho administrativo comenzaba a mostrar la impronta de los planificadores y urbanistas con la aparición de los primeros intentos sistemáticos de regulación del uso del territorio mediante la introducción de diversas restricciones al derecho de propiedad con fines de ordenar racionalmente su uso.

En esta etapa, sin embargo, las regulaciones en materia de uso del suelo se encontraban circunscriptas a las áreas urbanas y con escasa atención respecto de la formulación de planes de ordenamiento para las áreas rurales. Tampoco existió una necesidad de integrar al sistema de ordenamiento del territorio, las preocupaciones por la protección del ambiente, o las consideraciones referidas a la preservación de la naturaleza.

Este sesgo en favor de los aspectos urbanos del ordenamiento territorial es una consecuencia directa del hecho de que los sistemas de planificación incipientes en la Argentina fueron concebidos por arquitectos y urbanistas para quienes las prioridades de acción recaían, no sin razón, en los problemas de las grandes ciudades y sus zonas aledañas. La mayor parte del esfuerzo intelectual enfocado hacia el ordenamiento del territorio se realizaba dentro de un contexto claramente urbano, signado por la necesidad de dotar de infraestructura, vivienda, servicios y orden edilicio a una población urbana en franco crecimiento, producto de las migraciones internas desde las áreas rurales hacia las grandes ciudades.

Como consecuencia de este “sesgo urbano” en el ordenamiento del territorio, la noción de una restricción impuesto a la propiedad privada cuando ésta persigue fines de interés público, ha sido asimilada y aceptada por la sociedad en su conjunto, los actores económicos urbanos y la propia Justicia. Aún cuando la cuestión de regular u ordenar el territorio haya sido ideológicamente controvertida durante muchas décadas, no existen en la actualidad mayores cuestionamientos o reparos respecto de las potestades provinciales o municipales para planificar el desarrollo y ordenar el territorio, al menos cuando esta actividad se desenvuelva en el ámbito urbano o peri-urbano.

Sin embargo, en el ámbito rural la noción de regular el uso de la propiedad privada con el fin de asegurar objetivos de interés general tales como la conservación de suelos, la preservación de cursos de agua o la biodiversidad, no se encuentra aún instalada en la “agenda política”, ni de las políticas públicas para el sector agropecuario, ni como componente de una visión estratégica surgida desde el propio sector privado para promover la conservación de los recursos naturales afectados al ciclo productivo. La concepción de la propiedad privada como valor absoluto tiene aún un fuerte arraigo en muchas comunidades rurales donde aún no se ha producido el cambio de paradigma hacia el desarrollo sustentable para que el ordenamiento ambiental del territorio se instale en la conciencia colectiva, como imperativo para un desarrollo económico equilibrado y sustentable y la preservación de recursos naturales estratégicos.

En un cierto sentido, los “servicios” o beneficios ambientales que brinda el agricultor cuando lleva a cabo labores tendientes a conservar ecosistemas no directamente afectados a su actividad productiva, son contribuciones a la calidad de los denominados bienes globales o bienes colectivos susceptibles de apreciación común. La biodiversidad o el equilibrio de los procesos climáticos son típicos ejemplos de estos bienes comunes cuya titularidad recae en toda la humanidad a modo de patrimonio común. Ahora bien, así como las buenas prácticas agrícolas pueden contribuir a mantener la calidad de estos bienes colectivos, aún cuando quienes las llevan a cabo, no reciban recompensa alguna, existe también el escenario opuesto. Cuando se pierde la diversidad biológica en el ámbito rural, por ejemplo, a raíz de la deforestación en grandes extensiones o regiones, el menoscabo al patrimonio común constituye una “externalidad negativa” que ocasiona un perjuicio colectivo. El menoscabo global se produce por la perdida de diversidad biológica en la región afectada, aún cuando los efectos a nivel de cada predio puedan ser imperceptibles.

La tutela y protección de los recursos susceptibles de apropiación común, o los “Global Commons”, como los denominó Hardin en su ensayo visionario, es uno de los grandes desafíos de la política ambiental contemporánea. En términos históricos y culturales, solamente han merecido valoración económica y protección legal, todas aquellas cosas susceptibles de aprovechamiento humano o de su apropiación sobre la base de una relación de propiedad. Por todo ello una amplia gama de “bienes comunes” o “bienes susceptibles de aprovechamiento común”, es decir aquellos bienes y servicios que todos quieren disfrutar y nadie quiere brindar, han quedado tradicionalmente al margen de cualquier tutela jurídica.


Estos “bienes comunes” recibieron escasa atención, sencillamente porque no existía percepción alguna respecto de la importancia clave que ocupaban en procesos ecológicos esenciales para el equilibrio del planeta. Por consiguiente tampoco existió, al menos hasta las últimas décadas, conciencia sobre la finitud y fragilidad de estos bienes o recursos comunes.Tradicionalmente se los consideraba como elementos inagotables que carecían de todo valor económico o jurídico.

Hasta hace unas décadas, el concepto de diversidad biológica, como categoría conceptual propia, diferenciada de las especies o individuos que integran o componen un determinado ecosistema, carecía de todo valor, más allá de las disquisiciones académicas. Actualmente existe un reconocimiento jurídico, institucional y hasta económico de la diversidad biológica, como una entidad con valor propio y diferenciado de las especies o ejemplares individuales que pueden formar parte de ella, tal como surge del propio Convenio sobre Diversidad Biológica de la ONU.

En rigor de verdad, la clara existencia de estos beneficios o “servicios” ambientales globales, brindados en forma explícita por los propietarios rurales en ocasión de su actividad productiva, debiera dar lugar a un reconocimiento económico por parte de la sociedad en función de las externalidades positivas generadas en el beneficio colectivo. La instrumentación de este “premio” o recompensa, es de una indudable complejidad y requerirá una importante dosis de consenso social, visión de largo plazo en el diseño de políticas de estado y creatividad en cuanto a las herramientas e incentivos económicos a ser utilizados.

Sin embargo, la experiencia reciente de la reforma de la Política Agrícola Común (PAC) en la Unión Europea, es un antecedente digno de ser contemplado en este sentido. El esquema tradicional de subsidios a los productores que implementó durante años la PAC, ha sido modificado con el fin de eliminar paulatinamente las distorsiones de mercado ocasionados por dichos pagos. En el futuro, los subsidios se pagarán como recompensa a los beneficios ambientales y sociales que generen los propietarios rurales, “desacoplando” así el pago de los beneficios, en función de la producción a la cuál se encontraba asociada históricamente.

La necesidad de una concepción integradora del ordenamiento del territorio, tanto en lo urbano como en lo rural, y entendida como una herramienta clave para el desarrollo sustentable, se vuelve manifiesta frente al sostenido crecimiento de la agricultura en los últimos tiempos. La expansión de las fronteras agrícolas y el aumento de la productividad a partir de un sector dinámico e integrado a un contexto global como exportador neto de alimentos, ha puesto de manifiesto algunas de estas tensiones latentes entre el desarrollo y la sustentabilidad. La deforestación, por ejemplo, se ha convertido en un eje central de la agenda política en varias Provincias Argentinas en las cuales la agricultura avanza sobre ecosistemas valiosos para la conservación en función de su rica diversidad biológica.

La ola de regulaciones ambientales puestas en vigencia a partir de la reforma constitucional de 1994, brinda una justificación jurídica e intelectual novedosa sobre la cual desarrollar una política integral sensata para el ordenamiento ambiental del territorio, tanto en lo urbano como en lo rural. Mientras con anterioridad a la reforma las regulaciones en materia de ordenamiento del territorio requerían un sustento en el concepto de poder de policía o en nociones más abstractas del abuso de derecho, el artículo 41 de la Constitución Nacional reformada constituye un nuevo fundamento para la instrumentación de éstas políticas de ordenamiento ambiental. El reconocimiento de un derecho a gozar del ambiente sano y el concomitante deber de conservarlo, constituye a nuestro juicio, el argumento más sólido sobre el cual fundamentar un sistema de ordenamiento ambiental del territorio como instrumento para el desarrollo sustentable.

Por último, además del esfuerzo que implica tender un puente entre las dispares percepciones respecto del ordenamiento territorial y la predisposición a aceptar las regulaciones que recaen sobre el uso del suelo, existe también la necesidad de integrar los sistemas de ordenamiento del territorio con los regímenes regulatorios para la conservación de la naturaleza. En la República Argentina, tanto a nivel nacional como provincial, las normas tendientes a promover la conservación de la naturaleza han operado en forma fragmentada, contemplando a las áreas protegidas en sí, sin una visión global de dicha área protegida en relación al ordenamiento del territorio circundante. Aún cuando han existido esfuerzos loables de establecer redes de áreas protegidas integrados a un sistema de conservación de la naturaleza, las dificultades prácticas y económicas a las que se ha enfrentado han sido un obstáculo significativo para el éxito de ésta iniciativa.

Claro está que para alcanzar el objetivo de constituir un régimen integrado para el ordenamiento del territorio es necesario recorrer aún un trecho largo a los efectos de integrar sus diferentes componentes (urbano, rural y áreas naturales protegidas) que hoy coexisten en forma desarticulada como compartimentos estancos dentro de los diferentes marcos regulatorios vigentes. La Ley General del Ambiente y su claro mandato respecto del ordenamiento ambiental como un presupuesto mínimo en los términos del artículo 41 de la Constitución, brinda una oportunidad inmejorable para diseñar en forma consensuada y poner en vigencia una política global en la materia como herramienta para el desarrollo sustentable.


4. El Ordenamiento Territorial como Instrumento para el Desarrollo Sustentable

Es muy clara la importancia que reviste el Ordenamiento Territorial como instrumento para la gestión ambiental, al igual que el diseño de un Sistema Integral para la Planificación del Desarrollo, enfocado hacia el desarrollo sustentable.


En la actualidad, son muy pocas las personas provenientes del ámbito académico, o los decisores del sector público y privado que pueden soslayar o restarle trascendencia a la necesidad de elaboración de estrategias y políticas publicas a largo plazo para un ordenamiento ambiental del territorio. Algunas experiencias trágicas de nuestro pasado reciente resaltan la relevancia que posee para el país contar con sistemas eficientes para la regulación del uso del territorio y, por sobre todo, generar la conciencia ciudadana respecto del estricto cumplimiento con las normas de ordenamiento que ya existen.

El Articulo 41 de la Constitución, la Ley General del Ambiente y las diversas normas locales existentes en materia de protección de suelos o marcos generales que permiten integrar la planificación ambiental con la regulación del uso del suelo, constituyen una base jurídica sólida sobre la cual construir las normas e instituciones requeridas para un sistema sensato, razonable y por sobre todo, realizable, para el ordenamiento del territorio en la Republica Argentina.

A pesar de la existencia de una conciencia en constante crecimiento respecto de la importancia que reviste el ordenamiento del territorio y la reciente sanción de marcos jurídicos que le dan sustento normativo y político, existe aún un desafío ideológico pendiente de suma importancia, que amerita un debate profundo, desprovisto de prejuicios y enconos, que defina con claridad los limites entre: a) los derechos de propiedad, garantizados por nuestra Carta Magna, y b) los alcances de una potestad reglamentaria razonable de estos derechos, cuando se trata de asegurar la protección del entorno y la salvaguarda de recursos naturales de trascendencia estratégica.

En el contexto de la planificación urbana, las regulaciones en materia de uso del suelo son ampliamente aceptadas como una necesaria limitación al derecho de propiedad individual, ante el imperativo de velar por los intereses colectivos, tales como la calidad del entorno o las necesidades de dotar a las ciudades con el equipamiento o infraestructura esencial para su desarrollo.

En última instancia, son estas mismas restricciones a la propiedad privada las que brindan las mayores garantías en cuanto a impedir los perjuicios y menoscabos que pueden ocasionar un desarrollo inmobiliario caótico e incontrolado.

Las regulaciones en materia de uso del suelo juegan por lo tanto un papel protagónico en la tutela de la propiedad privada y de quienes procuran obtener beneficios económicos a partir de su desarrollo. Como hemos señalado, en el contexto urbano los beneficios para el dueño de saber que su propiedad privada se encuentra amparada por la existencia de un sistema racional de ordenamiento urbano, son bien tangibles y compensan con creces cualquier carga o restricción que deba soportar en función de las regulaciones urbanísticas.

En cambio, en los ámbitos rurales la relación entre los beneficios colectivos, como por ejemplo, la conservación de la diversidad biológica, que procura lograr una regulación del uso del suelo, se presentan muy tenues e imperceptibles, cuando se los contrasta con los efectos tangibles y concretos de las restricciones impuestas al propietario por una legislación de ordenamiento territorial. En estos casos, el propietario deberá soportar en forma individual y directa todas las cargas y restricciones que le impone el marco regulatorio, mientras que los beneficios, por ser de naturaleza general e intangible, redundan en forma global a la sociedad en su conjunto. El propietario lógicamente siente que los esfuerzos que realiza por la conservación o la gestión racional de los recursos naturales, en forma individual, no son adecuadamente retribuidos por una sociedad que actúa como un virtual “pasajero gratis” frente a los “servicios ambientales” de naturaleza colectiva que éste le brinda.

Esto es una consecuencia directa del hecho de que las restricciones impuestas en el ámbito rural tienen por objeto la protección de bienes susceptibles de apropiación común, tales como el mantenimiento de la diversidad biológica o la preservación de la calidad de los recursos de agua. Aún cuando estos beneficios son reconocidos por la sociedad en su conjunto, no son fácilmente traducibles a valores económicos tangibles para el propietario quien debe soportar en forma individual y directa la carga de las restricciones impuestas por el sistema de ordenamiento territorial.

El carácter de propiedad común que revisten la mayoría de los recursos naturales a partir de los servicios ambientales o el valor estratégico que brindan a la sociedad en su conjunto, impide la existencia y funcionamiento de los incentivos individuales que caracterizan a la economía de mercado en la cual se desempeña la cultura humana conforme al paradigma dominante actual. Los servicios ambientales que, indirecta y quizás inadvertidamente, brinda un propietario rural a la sociedad en su conjunto cuando conserva un bosque nativo, no resultan adecuadamente compensadas por esa misma sociedad que, sin embargo, disfruta los beneficios que brindan dichos servicios. Cuando el productor rural implementa practicas de manejo conservacionista genera beneficios colectivos o “externalidades positivas”, disfrutadas en forma gratuita por el resto de la sociedad.

En contraposición con el fenómeno en un contexto rural, el propietario de un predio urbano posee un interés muy directo en preservar y mantener el valor de su entorno cuando esto puede incidir directamente sobre su patrimonio. Cualquier cambio negativo en el entorno, por ejemplo por la falta de aplicación estricta de las normas urbanísticas, se traduce en una merma o menoscabo directo y tangible al valor de la propiedad. Este mismo caso es mucho menos evidente en el contexto agropecuario, en especial cuando se trata de valores “intangibles”, tales como la diversidad biológica o la calidad estética de un determinado paisaje. Los valores de un ecosistema y los beneficios ambientales colectivos, no se traducen directamente en términos monetarios y en consecuencia, el propietario rural se muestra mas bien reticente a soportar en soledad las regulaciones al uso del suelo que le imponen costos directos a su capacidad productiva, sin ningún beneficio concreto aparente, mas allá de la buena “ciudadanía ambiental” o la adjudicación de un eventual reconocimiento por su responsabilidad social empresaria.

La políticas de ordenamiento territorial deben ser concebidas y puestas en vigencia con un sentido integrador de los espacios urbanos y rurales, y con una visión que comprenda además a la conservación de los espacios naturales, en forma armónica y articulada con el sistema de ordenamiento del territorio en su conjunto. A los fines de alcanzar esta meta, tal como lo exige la Ley General del Ambiente, no caben dudas que se impone un debate amplio y sin preconceptos ideológicos, a los efectos de ponderar todos los instrumentos jurídicos y económicos disponibles para la puesta en marcha exitosa de un marco general para el uso del territorio.

De poco serviría establecer un marco jurídico para ordenar el uso del suelo de manera sustentable, si éste carece de articulación con el plexo normativo general y la existencia de otros regímenes, como por ejemplo el tributario, cuando estos tienden a desalentar las actividades conservacionistas, el uso racional de los recursos naturales o el desarrollo sustentable en los términos que exige la Ley General del Ambiente.


Los incentivos económicos vienen a complementar, desde la promoción a las conductas sustentables por parte de los diferentes actores de la esfera privada, a los instrumentos que corresponden propiamente al ámbito público: El Ordenamiento del Territorio, la Evaluación de Impacto Ambiental, la Participación Ciudadana y el régimen de Información Ambiental.

La Ley General no establece un mandato preciso en cuanto al funcionamiento de los incentivos económicos, a nuestro juicio con buen tino, ya que el diseño detallado de los mismos le corresponderá al legislador o a la propia administración por vía reglamentaria. Esta flexibilidad permite adecuar las medidas de incentivo a las circunstancias particulares de cada actividad y sector. Así, el Artículo 26 de la LGA instituye un menú general de directivas que se alinean en una moderna técnica legislativa de promover los compromisos voluntarios entre el sector regulado, los mecanismos de certificación ambiental y la adopción de medidas de promoción e incentivo económico.

En virtud de las características particulares de la actividad agrícola y la escasa viabilidad de plantear un sistema de control basado en la EIA para cada decisión económica de los productores individuales, la existencia de estas directivas establecidas por el Artículo 26, cobran trascendencia al momento de diseñar un sistema de “premios y castigos” para alentar una producción mas sustentable en el campo. Los lineamientos generales para promover los cambios en la modalidad productiva, estarán enmarcados por los planes de ordenamiento territorial a los cuales deberán ceñirse los productores. A partir de allí, el cumplimiento efectivo con estos planes dependerá del régimen de incentivos económicos que se estipulen en cada caso. Para la verificación ex post de este cumplimiento, por ejemplo, se podría vislumbrar, en los términos que establece la propia Ley General del Ambiente, un modelo de certificación independiente. Esta certificación constituiría la condición a la cuál se subordinaría la percepción de los eventuales beneficios o incentivos establecidos en el Plan de Ordenamiento Territorial.


La EIA, con amplia participación ciudadana sería el insumo clave para la elaboración ex ante de los planes de ordenamiento territorial, cuya implementación posterior se basaría en la existencia de premios y castigos de fácil constatación, por ejemplo con moderna tecnología satelital, apoyado a su vez con la certificación de sistemas de gestión ambiental. Los procedimientos complejos de EIA o las autorizaciones administrativas específicas quedarían reservados solamente para aquellas actividades cuya envergadura o incidencia potencialmente negativa sobre los planes de ordenamiento, lo torne necesario.

5. Conclusiones

El cambio de paradigmas nunca es una tarea sencilla. Mudar la forma tradicional en que se ha concebido el derecho de propiedad, con el objeto de incorporar la dimensión de la sustentabilidad, exige un esfuerzo de sagacidad y visión de largo plazo por parte de diferentes decisores públicos, para que las cargas y los beneficios de un sistema de Ordenamiento del Territorio sean repartidos entre los diferentes sectores de la sociedad en forma equitativa. El Ordenamiento del Territorio ofrece un esquema racional para regular el ejercicio del derecho de propiedad con un sentido de solidaridad, no sólo hacia el resto de la sociedad, sino también en consideración de las funciones ambientales que posee.

En tiempos en los cuales existe mayor conciencia respecto de la gravitación e importancia que revisten los recursos naturales en un mundo que se torna cada vez mas finito en cuanto a los límites que impone la naturaleza respecto de las opciones de desarrollo, el ordenamiento del territorio constituye quizás uno de los elementos centrales para regular el uso del espacio físico.

En esta toma de conciencia en cuanto a la finitud de algunos recursos estratégicos, como es el propio espacio físico o el agua, el ordenamiento del territorio como ejercicio integral de planificación estratégica, viene a superar las concepciones individualistas de la propiedad, propias del siglo XIX. No se trata de suplantar el derecho de propiedad por concepciones de propiedad colectiva, sino de introducir limitaciones conceptuales en función de una visión del derecho de propiedad, encausado jurídicamente en aras del interés general, ante la necesidad de incorporar horizontes de largo plazo en favor de las generaciones futuras y la preservación de la calidad ambiental del planeta en su conjunto.


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(*): Ponencia en la Comisión II-“Desarrollo Sustentable En América del Sur” del III Encuentro del FAOS (Foro de la Abogacía Organizada Sudamericana) realizada en San Isidro-Argentina, el 26, 27 y 28 de Marzo del 2009. ONENCIA:

(**) : Abogado argentino.
MAIPU 645 PB. 2 CUERPO DEPTO 2
54 11 4326 3248 / 54 11 4322 7048
jrwalsh@estudiowalsh.com.ar



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